miércoles, 4 de diciembre de 2013

Diez años sin Dulce

No sé qué oculta disciplina de la ética se ocupa de la extraña virtud del bien morir. Los únicos casos de ese sosiego último los conozco por boca de hagiógrafos o de cronistas bélicos, cuya imaginación supongo ha de suplir con largueza la escasa dignidad de tanto héroe acabándose. Ni siquiera Ferrater Mora resuelve mis dudas –y ya es insólito. Como en tantos casos, ha sido la propia vida la que me sirvió de maestra. O, mejor, la propia muerte… la muerte de Dulce.
Tengo la costumbre de escribir en los libros. Levanto así el argumento de un futuro relato, en el que un joven buscara quién fue su padre hojeando uno a uno los libros de su biblioteca; descubriendo en las anotaciones perdidas de las hojas finales de un poemario, de un ensayo o de un libro de historia una fecha memorable, un encuentro, los amores y las muertes amigas de su progenitor. Suelo aprovechar para ello esas páginas en blanco que los impresores sitúan antes y después del cuerpo del texto, entre éste y las cubiertas del libro, aunque no desecho algún hueco al final de un capítulo que termina nada más comenzar una página.
Mi ejemplar de La voz dormida de Dulce Chacón tiene varias notas que describiré en el mismo orden en que fueron escritas. La primera está en la página que reproduce el título y el nombre de la autora. Dice enviado por la editorial el 29 de julio de 2002 y con ella pretendía contradecir el colofón, que declara que la novela se terminó de imprimir en el mes de septiembre de 2002. Ya sospechaba de la exacta coincidencia de algunos colofones con señaladas conmemoraciones de vírgenes y santos. Desde entonces la sospecha es certeza sobre la impostura de esta mancha triangular que cierra algunos libros.
La segunda anotación la hice unos días después, tras la lectura de la obra, y también en la misma página: argumento, voluntad de estilo y compromiso ético, escribí. Esas tres ideas me sirvieron dos meses después para hilvanar el texto de presentación que, con Dulce al lado, hice en Zafra de La voz dormida el 20 de septiembre de 2002. De ese día es precisamente la tercera anotación, aunque ya no mía, sino de la propia autora: la dedicatoria manuscrita que sigue a la genérica del libro (A los que se vieron obligados a guardar silencio) con unas palabras que ahora como entonces me sonrojan: con mi más íntima gratitud, con mi más íntima emoción por la lectura de estas páginas. Con todo mi cariño. Dulce.
Al bajar esa noche del estrado tras la presentación se me acercó un hombre mayor –otra voz dormida- para hablarme de la guerra en Zafra. Se presentó como hijo de republicano y me dio su dirección, que anoté en la última página, en blanco, del libro de Dulce.
Pero es la quinta anotación la esencial. Está escrita al final, a la vuelta de esa extensa dedicatoria donde Dulce desgranó todos los afectos que tejió gracias al libro. Y en ella digo: hoy me han dicho que te mueres, Dulce, y debe ser que ya todos estamos perdiendo la cabeza, el corazón, el alma…, que ya todos estamos perdiendo la vida misma si es verdad que tú, Dulce Chacón Gutiérrez, te estás muriendo más rápido que el resto de este mundo moribundo.  La escribí, enrabietado, el 11 de noviembre de 2003. Ese día había visitado Zafra Antonio Chacón, su hermano, para hablar con el alcalde, advertirle de que Dulce estaba herida de muerte e iniciar los preparativos del entierro de las cenizas en su pueblo. Manuel Peláez, primer teniente de alcalde y amigo, subió a casa y me dio la estúpida noticia.
No tuve coraje para llamarla. Ni a ella ni a Miguel Ángel, su compañero. Durante los veintitantos días que duró su agonía sólo pude suponer en qué pensaría, sólo aventurar cuál sería su actitud ante la muerte inevitable.
El día 5 de diciembre, en Madrid, visité la capilla ardiente junto a Luciano Feria y Manuel Peláez. Hablamos con algunos familiares de Dulce, musitando nuestra desolación. Ángeles, la mujer de Antonio Chacón, se nos acercó triste. Con una extraña tranquilidad nos dijo que a partir de esta muerte tendría que reflexionar mucho sobre la vida y sobre las creencias. Nos dijo que lo más impactante de la muerte de Dulce había sido su manera de encararla. Le sorprendía que una mujer agnóstica como ella no hubiera dejado de sonreír durante todo ese mes de noviembre en que el cáncer le fue royendo las entrañas. Una actitud que, para Ángeles, rotunda creyente, sólo era comprensible en quien sabe del más allá, en quien cree en otra vida que sigue a ésta y cuyo anhelo modera la ruptura absoluta de la muerte. Las palabras de Ángeles nos estremecieron. Le extrañaba la serenidad de Dulce ante una muerte entendida no como tránsito sino como fin. Y nos lo confesaba con una ternura inusitada.
La sonrisa de Dulce durante los días de agonía, que Ángeles nos hizo imaginar con sus palabras, expresaba esa rara virtud del bien morir que no es exclusiva de quien cree en mundos más allá de la muerte sino que también es propia del que logró construir el suyo en este lado de la vida, y se fue tranquila de haber vivido.
No he logrado evitarlo. Hoy, ahora mismo, al concluir este texto sobre quien tan pronto nos dejó y con tanta belleza concebida, he abierto el libro de Dulce por la página 217 –donde hay un hueco, y habla de Zafra, de José González y de Libertad- y he escrito los versos que ella, la mujer que iba a morir, ideó para este instante:
Olvidad mi nombre.
Sed sólo labios.



[Este texto lo publiqué en el volumen "Homenaje a Dulce Chacón en el Aula José María Valverde" de Cáceres en 2003 con el título de "La virtud del bien morir". La fotografía, bastante mala, corresponde a la presentación del libro de Dulce Chacón "La voz dormida" en el Seminario Humanístico de Zafra en septiembre de 2002. En la imagen aparece también Santiago López Vázquez]