jueves, 25 de octubre de 2012

Biografías


Hubo una época en que historiar la vida de personajes era síntoma inevitable de adscripción al positivismo. El estructuralismo arrinconó la biografía en el armario de los géneros vetustos. Un comprensible rechazo a reducir a las vidas de los notables lo único importante del pasado de los pueblos ─como hacía la historiografía tradicional─ llevó a algunos historiadores al extremo de alejarse de toda peripecia humana, a no individualizar a nadie entre lo colectivo.

La biografía, uno de los más viejos géneros historiográficos, ha estado mal vista durante decenios por una mal entendida veneración al papel de las masas y una exagerada aversión a considerar el acontecimiento como lo que es: la unidad mínima del hecho histórico. Pero desde hace años ha adquirido una pujanza nueva. Libres ya de los prejuicios ─más ideológicos que estrictamente historiográficos─ que impedían conciliar convicciones entendidas como contrarias, los nuevos historiadores son conscientes de que lo individual y lo episódico forman parte de la historia en la misma medida que lo colectivo y lo procesal. Más aún: que el individuo y el episodio son los necesarios eslabones de la colectividad y el proceso.

Una buena biografía contribuye al conocimiento del pasado tanto o tan poco como lo hace una serie ordenada de datos económicos. Depende de la pericia de quien la hace. Y, si es mala, al menos aporta datos que ─aunque mal hilados─ servirán para que otros indaguen en la personalidad del biografiado hasta lograr reconstruir su aportación al período que le tocó vivir.

La trascendencia de la biografía es aún mayor cuando abordamos el estudio de períodos históricos en los que, como el de finales del XVIII y primera mitad del XIX en España, el surgimiento de nuevas fuentes de información permite perfilar los rasgos de personalidades individuales.

El libro que el lector tiene entre sus manos es un libro de biografías y precisamente sobre ese período de la historia de España que va desde mediados del siglo XVIII a mediados del XIX. La primera fecha de nacimiento de los personajes aquí biografiados es 1752 y la última fecha de muerte es 1876, aunque esos ciento veinticuatro años quedan reducidos en el título a cuarenta y cuatro, los que van de 1810 a 1854, período en que se concentró realmente la actividad política de los veintisiete personajes biografiados.

Porque todos estos personajes tuvieron una notable actividad política en la España de esos años. Todos fueron liberales.  Y todos fueron extremeños.

Esos tres rasgos (uno cronológico, otro político, y otro territorial) se expresan en el título de este libro, editado por la Diputación de Badajoz, con veintisiete semblanzas biográficas de otros tantos liberales extremeños de la primera mitad del siglo XIX: Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías).

(Primeros párrafos de la Introducción que he escrito para el libro Los primeros liberales españoles. La aportación de Extremadura, 1810-1854 (Biografías), que se presenta en la Diputación de Badajoz hoy, 25 de octubre de 2012 a las 20.00 horas)

lunes, 8 de octubre de 2012

La Diputación de Extremadura, primera diputación de España


El 24 de octubre de 2012 se cumple el bicentenario de la Diputación de Extremadura, precedente de las actuales diputaciones de Badajoz y Cáceres. Las diputaciones provinciales son instituciones liberales surgidas en cumplimiento de la Constitución de Cádiz. Ésta, en su artículo 325, decía que “en cada provincia habrá una Diputación llamada provincial, para promover su prosperidad, presidida por el jefe superior”. Como desarrollo de este artículo, las Cortes emitieron un decreto el 23 de mayo de 1812 ─apenas dos meses después de promulgada la carta magna─ en el que fijaban en 31 las provincias españolas y se mandaba que cada una de ellas estuviera regida por una diputación.

Tras las Cortes, las diputaciones supusieron el inicio efectivo del régimen constitucional en las provincias de España. Pero, además de una pieza del entramado institucional liberal, las diputaciones tenían como objetivo neutralizar el poder emergente de las juntas que, para hacer frente al invasor francés, se habían constituido de manera más o menos espontánea en muchas provincias y territorios.

La situación bélica que vivía todo el país impidió la normal aplicación del decreto de constitución de las diputaciones. La primera provincia a la que los avatares de la guerra le permitieron aplicarlo fue a Extremadura, que creó la suya el 24 de octubre de 1812. Ese mismo día dejó de actuar la Junta Superior de Extremadura, que desde 1808 ejercía como principal poder de la provincia.

La Diputación de Extremadura se constituyó en Badajoz, donde tuvo su sede durante los apenas cuatro años en que estuvo vigente. Cuatro años distribuidos en dos períodos, el primero de octubre de 1812 a mayo de 1814, y el segundo de marzo de 1820 a mayo de 1822, ya que entre ambos se mantuvo anulada por el absolutismo de Fernando VII.

La Diputación de Extremadura fue suspendida por irregularidades por las propias Cortes el año siguiente a su constitución, el 13 de mayo de 1813, y volvieron a convocarse elecciones para elegir a sus miembros. Además de esas irregularidades, la razón de la suspensión es que la nueva institución había caído en manos de los poderosos ganaderos de la provincia, reacios a la nueva legislación que provenía de Cádiz. Pero esta suspensión posterior no invalida que fuera la primera creada en toda España, por delante de la de Cataluña (30 de noviembre) y la de Islas Baleares (12 de diciembre), hoy también ambas desaparecidas. Ya en 1813 el resto de las provincias constituyó también su diputación: Soria, Valencia, Asturias, Valladolid, Galicia...

A pesar de que el marqués de Palacio fue su primer presidente interino, y de que tuvo otro más en el cartógrafo peruano Miguel Lastarria, el político de esa primera Diputación de Extremadura fue el cacereño Álvaro Gómez Becerra, que como jefe provincial titular –el primero de España- ocupó la presidencia de la institución desde mayo de 1813 a mayo de 1814, y volvió a ella durante unos meses de 1820. Gómez Becerra es uno de los principales políticos extremeños de la historia. Ocupó los más relevantes puestos políticos y judiciales de la época. Fue diputado, presidente de las Cortes, ministro en tres ocasiones, senador, presidente del Senado, magistrado del Tribunal Supremo y presidente del Gobierno. Ocupó a lo largo de su vida la jefatura de dos de los tres principales poderes del Estado.

Desde Badajoz, Gómez Becerra puso en marcha la nueva institución y aplicó las disposiciones gaditanas hasta que tuvo que abandonar su puesto al regresar Fernando VII a España y, con él, el régimen absoluto y la pérdida de las libertades. Las instituciones liberales volvieron en 1820, la Diputación de Extremadura se reinstauró y Gómez Becerra fue restituido en su cargo.

A comienzos de 1822 las Cortes de la nación ordenaron una nueva reordenación provincial de España y en Extremadura se suprimió la provincia de tal nombre. Se crearon las provincias de Badajoz y Cáceres, y el 10 de mayo de 1822 se constituyó la nueva Diputación de Badajoz. Suspendida tras el Trienio Liberal, volvería a reinstalarse el 11 de noviembre de 1835 y, desde entonces, ha venido operando continuadamente sin más sobresaltos que los propios de la historia. 
(Publicado en  La Crónica de  Badajoz,  5 de octubre de 2012)

martes, 5 de junio de 2012

La primera mujer que dirigió un periódico en España


Afirma el dicho historiográfico que la historia siempre la escriben los vencedores. Más allá de las evidencias a que conduce verificarlo en historias concretas (y cualquiera de nuestras guerras vale para el caso), la prueba más significativa es la de la propia historia universal y el escaso papel que en las crónicas tiene la mujer. Ahí es donde se comprueba que la historia la escriben los vencedores, esto es, los hombres.

Si atendemos a lo que nos dicen los historiadores de todas las épocas, la mitad de la humanidad habría estado reducida al silencio y a la inacción durante siglos. Después de un supuesto matriarcado remoto, la historia sería de los brutos. En sus aventuras con bestias y otros brutos, poco lugar habría habido para aquella criatura de músculos menos rotundos; si acaso, el papel subalterno de novia enamorada, amante esposa, cuidadora del lar o beata. Pero la mirada no es inocente y el historiador forma parte de la historia que relata. Así que una cosa es el silencio de los historiadores sobre las mujeres y otra que estas hayan estado calladas durante toda la historia.

En el oficio de Clío hay que hacer un esfuerzo constante por adoptar esa perspectiva de género que se aplica en otras materias. Sobre cualquier época, y a pesar de lo que digan las fuentes, el historiador siempre debe preguntarse ¿y las mujeres? ¿qué hacían las mujeres?. Hay que individualizar, singularizar mujeres en el relato de la historia; ponerles nombre y escuchar su relato.

Y ya que hablamos desde un periódico, y desde Extremadura, se me viene al magín la portuguesa, aunque “española por elección”, Carmen Silva, primera mujer que dirigió un periódico en España, vecina un tiempo de Badajoz, y que fue una de las mujeres más destacadas de la llamada Guerra de la Independencia.

¿Heroína a lo Agustina de Aragón? Pues, es cierto modo, sí, porque en su Lisboa natal, a mediados de 1808, salvó de los franceses a los soldados españoles de la división del general Carrafa, que habían sido desarmados y confinados en barcos. Con disfraces y otras argucias consiguió que escaparan de los hombres de Junot y se incorporaran al Ejército de Extremadura. Hubo de huir ella también de su país y llegó a Badajoz, donde el presidente de la Junta de Extremadura, el general Galluzo, le concedió una pensión y le permitió abrir un estanco para sobrevivir. Aquí conoció a un médico militar al que se uniría de por vida: Pedro Pascasio Fernández Sardinó, redactor del primer periódico extremeño, el Diario de Badajoz, y fundador del segundo, Almacén patriótico.

Pero Carmen Silva aunó la audacia y la inteligencia. Tanto ella como su pareja militaban en el liberalismo más extremo de entonces. Los avatares de la guerra les llevaron a Cádiz. Con su compañero –con quien acabaría casándose para evitar maledicencias- fundó uno de los periódicos más radicales: El Robespierre Español. Amigo de las leyes. En julio de 1811, Fernández Sardinó fue detenido por una de las críticas de su periódico. Desde ese momento Carmen Silva asumió la dirección del medio y luchó por la libertad de su marido. Desde el 27 de septiembre de 1811 hasta mediados de 1812 estuvo al frente de la cabecera, convirtiéndose en la primera mujer que dirigió un periódico en España. Además, la portuguesa mantuvo una tertulia política y escribió artículos en otros medios.

Después, en 1814, como muchos liberales, ambos abandonaron el país. Volvió a España en 1820 y se exilió de nuevo un trienio después. Y en el Londres romántico de los años veinte del siglo XIX se perdió la pista de su vida. No es posible que las empresas periodísticas que, a partir de Cádiz, se le atribuyen en exclusiva a Fernández Sardinó (El Español Constitucional, El Cincinato, El Telescopio...) sean exclusivamente suyas. Conociendo a Carmen Silva, participaría en cada una de ellas y habrá sido sólo la memoria frágil de la historia la que haya borrado su nombre.

Un silencio más sobre una mujer. Aunque de ella hay un eco curioso:  la reina culta de Rumanía, Isabel de Wied (1843-1916), adoptó como seudónimo el de “Carmen Sylva”, fascinada por la personalidad de la portuguesa, y con él firmó sus numerosos libros. Por eso en Rumanía aún hay hoteles con su nombre.

[Publicado en Informe Semanal de Extremadura, 2 de junio de 2012]

miércoles, 16 de mayo de 2012

El descrédito de la política


Dicen los expertos en demoscopia que los políticos se han encaramado a lo alto del escalafón de desapegos de la gente. No es difícil creerlo. Y me preocupa. No es difícil creerlo porque hay varias circunstancias que ayudan a eso. En primer lugar, la dinámica de la lucha partidaria, enfangada en un suicida “y tú más”, que somete a un continuo descrédito al contrario y que no ayuda a enaltecer el oficio. Además, porque la labor de miles de políticos honrados ―dedicados con denuedo a conseguir lo mejor para sus pueblos― queda oscurecida por cuatro sinvergüenzas que son los que aparecen en la televisión, gracias también a un periodismo convencido de que venden más las sombras que las luces. Finalmente, porque los telediarios sólo hablan de políticos y no de ferreteros, de fontaneros o de agentes de Bolsa. Y, aunque estoy convencido de que el grado de corrupción de los representantes populares es inferior al de muchos otros profesionales, sólo suele haber cámaras para ellos.

Y me preocupa este descrédito porque casi todas las dictaduras han surgido del desinterés de la gente por la política. Ese es el caldo de cultivo de demagogos y mesías. El escenario idóneo para que uno alce la voz y, despotricando contra los políticos, logre que los incautos piquen el anzuelo, convirtiéndose en seguidores de ese político que dice no serlo. Una vez instalado en el poder, por las urnas o por las armas, hará lo posible para que la gente siga sin interesarse por lo que ocurre a su alrededor. De eso dependerá su propia supervivencia. Lo dijo el historiador de las civilizaciones Arnold Toynbee: “el mayor castigo para quienes no se interesan por la política es que serán gobernados por personas que sí se interesan”. Así ha ocurrido en España y en todo el mundo. Y no sólo en nuestra época, sino siempre a lo largo de la historia.

El caso de Franco es paradigmático. Durante cuarenta años fue un dictador, esto es, un político que no dejó que nadie más que él hiciera política. Y a pesar de eso es conocidísimo el consejo que, sin duda con sorna, le dio a un amigo: “Haga como yo, que no me meto en política”. Es la interesada confusión autoritaria de quien pretende hacernos creer en la maldad intrínseca de la política para que nadie, salvo él, se preocupe por ella. El apoliticismo o, mejor, el “antipoliticismo” de tantos años de dictadura caló en la sociedad española hasta los tuétanos. Todavía a mediados de 1987, cuando ―jovenzuelo de veintitantos años― me estrenaba como concejal del Ayuntamiento de Zafra, tuve que escuchar con estupor cómo el alcalde de entonces me reconvenía en un pleno con el increíble argumento de que allí no estábamos “para hacer política” (¡?).

Aún te encuentras a quien te dice  que es apolítico. Uno puede ser apartidista, de izquierdas, de centro o de derechas, pero no apolítico, salvo que decida aislarse ―como Simón del desierto, el anacoreta de Buñuel― de todo lo que ocurre a su alrededor. Habrá a quien le guste más o menos seguir la vida de las instituciones, la información política, la lucha partidaria y los tejemanejes de los acuerdos y pactos, pero nunca debería despreocuparse de lo que se hace con sus intereses desde esas instituciones.

Los griegos tenían un nombre para designar a quien sólo se interesaba por lo privado y se desentendía de lo público. Le llamaban “idiota”. Ni más ni menos. De hecho, ese es el origen etimológico de la palabra: el que no se interesa por lo que ocurre alrededor. Lo recuerda Fernando Savater: “Idiota: del griego idiotés, utilizado para referirse a quien no se metía en política, preocupado tan sólo en lo suyo, incapaz de ofrecer nada a los demás”.

Así, pues, el descrédito de la política en las encuestas no sólo es culpa de los políticos y de los señalados casos de corrupción de los que son protagonistas. Se debe también a la opinión de la gente, de cierta gente. Más allá de esos imposibles “apolíticos”, hay una parte de la sociedad española que siempre va a ser contraria a la política porque esa es su ideología. Bien porque sigue añorando los tiempos en que no hacía falta preocuparse por ella porque había un señor en El Pardo que ya se preocupaba en nombre de todos, o bien porque su acracia le lleva a rechazar cualquier poder establecido.

Al enjuiciar el descrédito de la política hay que tener en cuenta, por tanto, que la ideología de algunos ciudadanos es, precisamente, estar en contra de la política. No pretendo hacer un juego de palabras, pero una parte de la crítica a los políticos es critica a la política, y la crítica a la política siempre es política, siempre tiene una ideología detrás.

No es raro que en algunos casos veamos unido también ese ataque a la política con el ataque a lo público. Quien así se expresa ―más allá de otras valoraciones― lo hace con coherencia, porque es evidente que la política sólo tiene sentido en el espacio público, en la gestión de lo colectivo. Así vemos una modalidad, llamémosle neoliberal, de crítica a la política en la que se impugna de ésta lo que tiene de público, de intromisión en lo que se considera libre desempeño privado. Es paradójico que el liberalismo, que arrancó hace ahora dos siglos como máxima expresión de la política frente a los poderes estamentales del Antiguo Régimen, con el  afán de abrir los espacios de comunicación y participación pública, ahora se enarbole precisamente, para pretender recortar el ámbito de la política.

Finalmente, hay una faceta de la actual crítica a la política que tiene que ver con la crisis y con la sobrevaloración del papel de la economía. “Es la economía, estúpido” fue la frase que acuñó el asesor de campaña de Bill Clinton en las elecciones presidenciales estadounidenses de 1992 para intentar contrarrestar la buena imagen de George Buch padre por su política internacional. Muchos han hecho suya esta frase para enfatizar ―y justificar― la actual dependencia de la economía a que, por la crisis, han quedado reducidas todas las decisiones políticas. La economía parece ser ahora la única que manda. Si siglos atrás fue la Iglesia o la milicia quien regía los destinos de los países, y acabaron sometidas ―más o menos― a la política, ahora sería la economía la soberana. Hasta tal punto que empieza a extenderse la opinión de que la política ―o sea, la democracia― se ha detenido y postrado a las puertas de las grandes instituciones financieras internacionales. Hasta tal punto de que no parece haber margen para la política con tanta exigencia económica.

Pues bien, el papel de víctima de la política frente a las decisiones económicas no le exime de responsabilidad a ojos de muchos. A pesar de su aparente indefensión ante la economía, la política sería la responsable de esa situación. Y ese sería un reproche más que unir a los otros que algunos le hacen a la política. Otro reproche ideológico.

Yo también escribo desde una ideología. Estoy convencido de la necesidad de la política. De la imposibilidad de democracia sin ella. De que la corrupción de algunos políticos no puede suponer el cuestionamiento de la política como forma de participación en lo colectivo. Estoy convencido del papel de lo público en nuestra sociedad. De que la preocupación por lo que es de todos es la base de una comunidad. Estoy convencido de la preeminencia de la política sobre la economía. De la necesidad de sostener esta preeminencia a pesar de la opinión de los contables.

En fin, emulando la llamada de atención de Clinton, aunque con un leve cambio, podría decir ahora, para indicar dónde está el foco de interés, a pesar de corrupciones y descrédito: “Es la política, estúpido”.

(Publicado en Papeles del Foro. Boletín de opinión del Foro zafrense, nº 3, mayo de 2012)

domingo, 13 de mayo de 2012

La isla de Jersey y Extremadura


Supongo que, a la mayoría, la isla de Jersey tan sólo le sonará, si acaso,  a paraíso financiero. Es uno de esos sitios del mundo donde se puede montar una empresa sin obligación de residir y sin pagar apenas impuestos. Y eso anima mucho a algunos a situar allí capitales evadidos de otros países de fiscalidad más rigurosa. Pero supongo que, a la mayoría, ubicar esta isla en el mapa ya le será más difícil. Y es que es una rareza geográfica, en el archipiélago del Canal, entre Inglaterra y Francia. Allí, pegada a las costas de Normandía y hablando francés buena parte de sus habitantes, la isla es, a pesar de eso, territorio inglés. Bueno, más o menos, porque ya se sabe lo peculiares que son las posesiones que Su Majestad tiene desperdigadas por el orbe. La isla de Jersey, a pesar de su cercanía, no forma parte de la Unión Europea y fue el único trozo del Reino Unido que durante la II Guerra Mundial cayó en manos de los nazis. Además, Jersey, la Cesarea de los romanos y la cuna de las famosas vacas de su nombre, ha sido siempre lugar de proscripción. Fue la Fuerteventura de Víctor Hugo, su “jardín del mar”, su refugio de exiliado. A partir de 1852, tras el golpe de Estado de Luis Napoleón, el gran escritor francés se aficionó allí a la práctica de “las mesas giratorias”, del espiritismo. Y gracias a la güija creyó entrar en contacto con las principales celebridades muertas de la historia e, incluso, alguna de ellas le dictó sus versos.
Vale, ¿y Extremadura?
Pues, que estoy por solicitar el hermanamiento entre esa isla extraña y esta tierra extrema. Porque allí vivieron hace casi dos siglos algunos de los más clarividentes españoles del siglo XIX, varios de ellos extremeños, huidos de España por la persecución política de Fernando VII. Ahora que se habla tanto de los hombres de la Constitución del 12, Jersey fue la isla de los liberales, el sitio donde muchos de ellos esperaron con sus familias a que muriera el rey para volver a la patria. Hasta cuatrocientos españoles vivieron en la isla, sobre todo a partir de 1826, cuando la colonia española refugiada en el barrio londinense de Somers Town se trasladó masivamente a la mayor de las islas de La Mancha. Frente a la más difícil vida urbana de Londres, en Jersey los refugiados podían vivir de la agricultura y de la ganadería y disfrutar, al menos, de un clima más benigno, aunque ventoso.  Otra oleada de emigrados llegó a la isla, también desde Londres, en 1830, cuando la entronización en París del rey burgués Luis Felipe de Orleans hacía presagiar cambios en España.
En Jersey se convirtió a la educación el médico zamorano de Valencia de Alcántara Pablo Montesino, después responsable como director general de Educación a partir de 1836 de levantar el sistema educativo del Estado liberal, fundador de la primeras escuelas normales de maestros e impulsor de las escuelas de párvulos. Él escribió allí su primera obra pedagógica aún inédita Las Noches de un emigrado mientras su hijo Cipriano Segundo, que llegaría a ser el primer ingeniero español y, por su matrimonio con la sobrina de Espartero, duque consorte de la Victoria, correteaba por los campos. Allí vivió modestamente el magistrado de Serradilla y luego ministro de la Gobernación, Diego González Alonso. Y allí escribió su hija, Ignacia González Alonso, un delicioso tratado sobre Agricultura en Jersey en el que nos cuenta, entre otros detalles de la vida de los isleños, cómo su padre criaba guarros que a los nueve meses pesaban doce arrobas.
Aunque sin confirmación, algunas fuentes sitúan también en Jersey durante algún momento del exilio a otros extremeños: José Landero y Corchado, de Alburquerque, luego ministro de Gracia y Justicia; Antonio González y González, de Villanueva del Fresno, que fue presidente del Gobierno quizá con demasiado dinero para el tipo de emigrado que recaló en Jersey y el gran Bartolomé José Gallardo, de Campanario, bibliófilo, también extraño para una isla con tan pocos libros.
Jersey se merece un viaje, qué digo: una peregrinación. En medio del Canal de la Mancha, en una noche ventosa, con el oleaje pegando contra las rocas del islote, podríamos convocar a los espíritus de un buen grupo de sabios liberales, varios extremeños, que se refugiaron aquí, entre las mejores vacas del mundo, huyendo de la intolerancia de sus compatriotas.

(Publicado en la revista Informe Semanal de Extremadura del 5 de mayo de 2012)

viernes, 20 de abril de 2012

¡Viva la República!


El grito es la síntesis de la ideología. Todas tienen varios. Entre exclamaciones, en dos o tres palabras, se concreta un ideario político (¡Amnistía, libertad!, ¡Franco, Franco, Franco!). Y es que la gente agradece lo breve, el eslogan, la marca (¡A las Barricadas!, ¡Heil Hitler!). Hay gritos abiertos (¡Viva la libertad!) y gritos cerrados (¡Vivan las caenas¡), tan cerrados que en ellos se queda toda la ideología que los provoca. Hay gritos crípticos (¡VERDE!, pintaban los monárquicos en las paredes durante la dictadura para decir Viva el Rey de España) y gritos evidentes (¡Tarancón, al paredón!). El grito, en política, más que una fórmula de comunicación o de expresión, es un signo de identidad: “soy lo que grito”.

Hoy es día de un grito. Y, como todos, habrá a quien le emocione y a quien le repugne. Pero, más allá de pareceres, me interesan será por historiador los orígenes: ¿cuándo se gritó por primera vez en Extremadura ¡Viva la República!? No lo sé, como casi nada, pero podemos aproximarnos a saberlo, como casi todo. Uno se imagina que sólo se puede gritar en público y rodeado de gente. Así que sería en alguna de esas, aunque seguro que mucho antes de lo que pensamos.

Desde luego la primera vez no fue el 14 de abril de 1931, del que hoy se cumple el ochenta y un aniversario. Sería más de un siglo antes. Así que no fue tampoco el 5 de agosto de 1883, cuando se pronunciaron los militares de la guarnición de Badajoz pensando que se habían sublevado por la República todas las de España. Ni el 11 de febrero 1873, cuando se proclamó la I República. Ni el 9 de julio de 1859, al final de la reunión que Sixto Cámara mantuvo con soldados en Olivenza para animarles a la insurrección republicana, un día antes de morir, mitad de insolación mitad por beber en una ciénaga, intentando alcanzar la frontera portuguesa para huir de la policía.

No estaría mal, porque soy churretín, pero no creo que fuera tampoco en Zafra aquella noche del 22 de mayo de 1823, cuando los asistentes a un convite en homenaje a los milicianos liberales en retirada desde Madrid perseguidos por parte de los cien mil hijos de San Luis acuchillaron en la Plaza Chica el retrato del rey felón, Fernando VII, en medio de vítores e imprecaciones.

En todas estas ocasiones se gritó, probablemente, ¡Viva la república!, pero ninguna fue la primera. Quizás más que grito, la primera vez sería susurro. No sé. Musitado, por ejemplo, en 1813 por el protorrepublicano de Aldeanueva del Camino Martin Batuecas que ahora investiga su paisano Miguel Ángel Melón, mientras escribía su Catecismo patriótico o del ilustrado y virtuoso español, donde entre otras osadías que le costaron ser cliente de la Inquisición― afirmaba: Que el pueblo puede escoger la forma de gobierno que quiera… aunque no debe establecer ni el monárquico, ni el oligárquico, ni el aristocrático, sino aquel en que los poderes estén separados. O comentado en cuchicheos entre monjitas en algún convento extremeño que a finales del siglo XVIII recibió libros y está constatado de la Francia revolucionaria.

En fin. Hoy conmemoramos al menos yo un grito de hace ochenta y un años que fue dado en Extremadura mucho antes y que ha ido atravesando nuestra historia reciente en los labios de alguna monjita de Santa Clara, de Martín Batuecas, de muchos milicianos exasperados, del pobre Sixto Cámara, de los insurrectos de la guarnición de Badajoz o de los republicanos del 14 de abril, entre otros. En España, no sólo la monarquía puede exhibir galones históricos.

Y de eso, de nombres y fechas, de indagaciones, de reflexiones apoyadas en la historia, tratará esta “Última Thule” que recuerda la última tierra conocida de los antiguos y que hoy inicia su andadura. Cada cierto tiempo traerá aquí pasajes históricos de Extremadura que sean siempre expresiones del pasado, sí, pero de progreso. Porque ni todo lo actual es moderno ni todo lo antiguo caduco. Y una de las mayores evidencias de la ignorancia es el adanismo, creer que todo es nuevo, recién nacido, especie que viene de confundir el desconocimiento del pasado con su inexistencia.

Ah, y ¡Viva la República!

Este texto fue publicado en la revista Informe Semanal de Extremadura del 14 de abril de 2012

viernes, 30 de marzo de 2012

Los liberales desvalidos


Un amigo de izquierdas me recrimina mi interés por los liberales del XIX: que si sólo querían implantar el librecambismo, que si eran miembros de las clases poderosas, que si eran élites con poco arraigo popular… Otro amigo de derechas me echa en cara lo mismo, pero por razones distintas: que si eran masones, que si dieron lugar al cuestionamiento de la monarquía, que si propagaron en España el relativismo ideológico de la Revolución Francesa…
Me empeño en recordarles a ambos que no hay que trasladar a la historia los convencionalismos ideológicos del presente. Y, además, a mi amigo de derechas le cuento lo que hicieron estos liberales buena parte de ellos religiosos o militares para limpiarle el polvo al poder de todos los siglos, y hasta qué punto son el mejor ejemplo en que puede mirarse cualquier demócrata de derechas. A mi amigo de izquierdas le digo que los liberales casi todos intelectuales, filósofos o literatos fueron los revolucionarios de su época, los que abatieron el absolutismo, los que introdujeron en la tríada de la contemporaneidad (Libertad, Igualdad y Fraternidad), la primera y básica noción de “libertad”. Y tampoco son mal ejemplo para que cualquier demócrata de izquierdas se mire en ellos.
Ninguno de mis dos amigos se queda conforme. Ambos recelan. Aunque acaben reconociendo en los liberales históricos los rasgos que yo les enfatizo, no dejan de ver los otros. ¿Por qué? ¿Fueron los primeros liberales del siglo XIX el origen de la derecha o fueron el origen de la izquierda? Creo que el problema para los liberales es que, en cierto modo, fueron la raíz contemporánea de ambas ideologías. Y si, con esos galardones, puede parecer paradójico que casi nadie salga en su defensa, la verdad es que por eso mismo todos creen ver en ellos rasgos de sus contrincantes políticos actuales.
Todas las corrientes ideológicas de nuestro actual espectro político ―salvo, quizás, las más extremas― deben algo al primer liberalismo decimonónico. En España, gracias a los trabajosos embates de 1812, 1820, 1834, 1854 y 1868, los liberales fueron abriendo los cauces de participación del Antiguo Régimen y sustituyéndolo por un sistema nuevo el Estado liberal que, con la aportación del republicanismo y del movimiento obrero a lo largo del siglo XX, ha acabado sintetizándose en el modelo democrático actual.
La trascendencia del primer liberalismo es indudable. Y eso enaltece aún más a los extremeños que, en buena parte, lo encarnaron: Diego Muñoz Torrero o Francisco Fernández Golfín (a quienes les costó la vida); José María Calatrava, Álvaro Gómez Becerra, Antonio González y González o Juan Bravo Murillo (que presidieron gobiernos tras haber sufrido cárcel o exilio); Juan Justo García, Bartolomé José Gallardo o Diego González Alonso (que escribieron sobre las nuevas ideas o contra las antiguas), y otros que protagonizaron las sesiones de las Cortes o asumieron ministerios. Se viene diciendo últimamente y es verdad: nunca ha habido una época con más protagonismo extremeño en la política nacional.
Pero en Extremadura siempre existe alguna razón para resistirse a la unanimidad. Y, en esta ocasión, ese sempiterno motivo de discordia nos lo ofrece la bifronte personalidad de los primeros liberales. ¿A quiénes homenajeamos en este bicentenario de la Constitución liberal de 1812? ¿A los nuestros o a los otros?
Ante la duda, asistimos a incongruencias tales ―y es sólo un ejemplo― como que, con la intención de incorporar en la nómina de los liberales a alguno de “los suyos”, uno de mis amigos considere liberal a quien no lo fue. Será que piensa que don Diego Muñoz Torrero era demasiado izquierdista (¡Bendito sea Dios!), y que cree conveniente acompañarlo de alguien que él considera más de su cuerda. Y para eso, en vez de buscar a los más tibios o menos significados entre los liberales, busca directamente a alguno entre las filas contrarias, las absolutistas, y lo convierte en constitucionalista. ¡Si don Francisco María Riesco, inquisidor general del Tribunal de Llerena, levantara la cabeza y viera que alguno pretende convertirlo en liberal sólo por el hecho de haber sido diputado en Cádiz! Es que tiene que haber de todos los colores, me dice mi amigo. Sí, pero, para conmemorar la Constitución del 12 no parece muy oportuno homenajear a quienes se opusieron a ella. En fin. El desvalimiento de los liberales llega hasta ese punto de considerar tales a quienes nunca lo fueron.
Las conmemoraciones deben ser oportunidades para recuperar la memoria de acontecimientos o personajes que puedan servirnos para orientarnos en el presente. No puede ser más certero ese dicho que afirma que la vida sólo se vive mirando hacia adelante, pero sólo se entiende mirando hacia atrás. Espero que las celebraciones sobre 1812 que en estos días se prodigan no sirvan para encontrar nuevos motivos de polémica estéril entre las ideologías predominantes, y que todos reconozcamos en los liberales históricos parte de lo que hoy, políticamente, todos somos.
(Publicado en el diario HOY el 26/03/2012)